Los miro y me detengo en sus detalles: la jerarquía tan marcada entre los dos, bien ubicados en sus roles de padre e hijo; la apariencia del joven tan descuidada de un tiempo a ahora; las ropas sin lavar. La postura, alguna vez tan bonita, ahora perdida por completo; el cabello largo tendido sobre la cara, las manos ásperas de trabajar; todas marcas que el pasado dejó como regalo.
Su padre a su izquierda, mira compenetrado el cielo, deseando volar quizás. Hace meses que tan solo contempla el sol. Pareciera que sus ojos se estuvieran desvaneciendo de tanto observarlo. Solos los dos, piensan y me hacen pensar a mí. Me viene a la mente un momento particular del último invierno. Un feriado patrio, volviendo de las sierras, la ruta y la vida los sorprendieron y sin darles tiempo a reaccionar, acabaron al costado del camino.
Esa vuelta a casa les robó su tesoro más preciado, su secreto mejor guardado; les robó una madre y una esposa, les robó un amor. Pero así como les quitó, les dejó como recuerdo gestos y cicatrices imborrables.
Ahora bajo el sol primaveral, recuerdan ese viaje y se centran es su dolor. Herméticos en su soledad, no conocen mejor reconforte que imaginar que tienen alas y alcanzan la felicidad perdida. Se sientan lado a lado todos los días, viéndose tan lejano del otro, pensándose tan incomprendidos. Yo los miro y pienso en la ironía de que el día de festejar su nación independiente, se convirtieron en presos de su sufrimiento.
Algo en mi cabeza me dice que no son tan solo dos compañeros de vida llorando la muerte de una mujer, sino que son un padre y un hijo que realmente se entienden y conocen más de lo que ellos mismos saben. Desde la ventana de mi casa, donde los observo espero que algún día puedan darse cuenta que eso mismo que sienten que los aleja es, en realidad, lo que los mantiene cerca.
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